En Mendoza, creo recordar había un supermercado donde la yerba mate era más barata comparada con el supermercado donde la oferta de quesos era mayor y comparativamente más barata que los pocos quesos que había en el de las yerbas. Es que claro, el tema de lo que se expone en las góndolas es un serio estudio de marketing.
Lo que me impactó cuando fui la primera vez al supermercado fue constatar que quienes se encargan del marketing en Mendoza habían faltado a varias clases en la escuela. Se perdieron las del respeto a la estética y al público que les mantiene su trabajo con el aporte cotidiano de quienes concurren a diario a dejar su salario.
La noche en que llegué a Toronto luego de más de 24 horas de vuelos y aeropuertos y luego de comer una lasaña espectacular, sugerí que lo que me faltaba para ser feliz, luego del reencuentro familiar era dormir.
“… No, no. Está oscuro si, pero no te confundas, que no es hora de dormir. Son las cinco de la tarde. Vas a tener que acostumbrarte al horario canadiense…” sentenció mi compañera. Me invitó a que fuésemos al supermercado, pues teníamos la heladera vacía y una familia que necesitaba pasar el invierno.
Estuve a punto de enfrentar la empresa valientemente sólo con la chaqueta “abrigada” que usé tantas veces para ir a la montaña, a Vallecito. Pero esta vez tuve que sumar bufanda, gorro y guantes de lana. Esos guantes que dejan el extremo de los dedos al descubierto que, eventualmente se cubren con una suerte de capucha.
– ¿Porqué tanto, esto para que sirve? – le pregunté a la previsora que me había dotado de ese disfraz de explorador polar del siglo XIX.
– Ya lo verás – me dijo escueta con una sonrisa.
El supermercado estaba a la vuelta de la otra esquina donde estaba el departamento que alquilamos. Caminamos por las veredas esquivando montañas de nieve. Tratábamos de seguir el sendero que había liberado la maquinita que la municipalidad manda pasar por las veredas después de las nevadas. Me llamó la atención los tachos de basura. ¡Guau! Eran inmensos, tres por cada casa y de distinto color según el tipo de basura. Eran muy grandes, como que sobrepasaban la mitad de mi cuerpo. Esta bien que nos soy Manu Ginobili, pero tampoco ando gritando: “¡el avión, el avión!”.
Eran descomunales para mi concepto de tacho de basura.
Pero, además alrededor de ese conjunto había cajas enteras, algunas aplastadas y atadas como para hacer más compacta la basura. Eran decenas de restos de regalos. Esa noche pasaba los camiones de residuos por primera vez luego de la Navidad.
No pude dejar de hacer la comparación con Mendoza, el canasto donde dejaba la basura, en la vereda de mi casa contenía a lo sumo una media bolsa reciclada del supermercado con lo que podíamos haber desechado. Éramos tan pobres que, en vez de sacar la basura, la entrabamos. El Jorge dixit.
Aquella primera tardenoche al dar vuelta a la esquina veo al final de la calle una luminosidad como un plato volador estacionado en el Cerro de la Gloria una noche de invierno. Las casas de la calle apenas iluminadas, un mortecino foco intentaba alumbrar desde lo alto de un par de postes, lo mínimo como para no llevarse por delante uno de esos tachos de basura. La luz estaba en aquel solar donde terminaba la calle. Rodeado de una playa de estacionamiento una gran vidriera iluminaba con intensidad la noche de diciembre en Toronto.
Entramos al local y tuve que poner una moneda en otro carrito para llevar mi mandíbula que había caído con asombro. Uno entra al lugar por el sector… bueno, en realidad el universo de las frutas y verduras. pilas de berenjenas, atados de puerros, cajitas de hongos – de tres tipos distintos – atados de perejil, de berros, tubérculos de todo tipo y origen, algunos de los cuales aun hoy los miro y no se bien qué son. Y cada tanto ¡pfff! unos aspersores rocían las verduras con una tenue llovizna para mantenerlos frescos. Las naranjas apiladas como en una pirámide, todas iguales, del mismo color y cada una indicando el origen del producto con una pequeña pegatina. En ingles sticker y “pegatita” como diría el famoso editor y periodista mendocino.
Naranjas de Costa Rica, mangos de India, espárragos de Perú, uvas de Chile, limones de Argentina (mucho antes de Macri), muchas verduras de México otras de California, muy pocas de Ontario. Esta provincia produce, pero cuando no hay diez centímetros de nieve en el suelo. Lo de los invernaderos hace veinte años era incipiente aún.
Este supermercado del que estoy hablando ya no existe, fue comprado por otra cadena, con otros objetivos. Pero en aquel momento era de los de más abajo en el ranking, ubicado en el barrio portugués, de trabajadores de la construcción.
Convengamos que nada era barato para el bolsillo de un recién llegado, que contaba las monedas porque solo teníamos egresos en nuestra cuenta. Nuestro alquiler era una suma tal que aún hoy daría qué pensar pagar esa cantidad. Pero no teníamos otra opción.
Cuando se acepta ingresar en la maquinaria, estas son las reglas del juego vigente para los primeros escalones: se puede disfrutar una ensalada de mangos de la India, pero hay que dejar la fuerza vital del organismo, cada día un poco hasta quedar completamente agotado. A cambio se recibe un salario que permite estar en la línea de pobreza, a veces por arriba no mucho, pero la mayoría de las veces por debajo. Esta historia es para la próxima entrega.
Empezamos a caminar entre las góndolas que demarcan los pasillos, siempre repletas hasta el borde de los estantes, con latas, cajas, paquetes, todo ordenado. En cada pasillo me cruzaba con jóvenes y no tanto, luciendo el uniforme del supermercado iban reponiendo y ordenando lo que quedaba fuera de línea.
La variedad de productos termina por marear, no se sabe qué llevar. Si esto o lo otro. El cuidado orden y limpieza, el brillo de las frutas y verduras es una tentación permanente. Hay que cuidar y respetar al cliente; al fin y al cabo, gracias a quienes consumen es que se puede mantener el negocio floreciente. Sabias las personas encargadas de marketing.
La única forma de salir indemne y con la billetera con algún resto es llevar una lista de lo necesario para la comida prevista. De no hacerlo, al llegar a casa se encuentra con una lata de paquetes de arroz envuelto en hojas de parra que viene del Libano. O aceitunas del tamaño de un damasco rellenas con un diente de ajo traídas de España o inocentes pimientitos rojos rellenos de queso crema que viene de Italia. ¡Ni hablar cuando se muerden! Ahí se descubre que la palabra picante tiene distinta significación de acuerdo con el ambiente en que es pronunciada.
Durante los primeros diez meses el acuerdo era que sólo podíamos comprar lo que costara menos de dos dólares. Para todo lo demás era necesario hacer una evaluación de su necesidad, oportunidad y real valía. Fue así como pudimos vivir dignamente durante largo tiempo con un tercio de lo que gastamos hoy para mantener a una familia que es la mitad de grande.
Por la cocina es por donde se arruina el presupuesto familiar, me decía un contador con quien trabajé en Buenos Aires. Agregaría que es en el supermercado donde se gasta lo innecesario. Claro que todavía no había visitado el “mall”.
Mi primera vez tuvo el sabor del descubrimiento, del asombro y también del dolor. Al volver, repartimos las cargas para hacer esas dos cuadras. Ahí entendí para que sirven los guantes con capucha. Tuve que cargar la caja y la única manera es sin guantes, ya se sabe, gato con guantes no caza ratón. Con esos adminículos lo que se congela es solamente las dos primeras falanges de los dedos y el resto de la mano cubierta y enfriándose de a poco permite que uno pueda hacer fuerza hasta llegar a destino.
Luego de caminar esas dos cuadras, que en realidad es como si fuesen seis, porque un lado del cuadrilátero de la manzana es seis veces mas largo que el otro, atravesamos la puerta que nos resguardaba del frio exterior. Ese porche que fue la salvación luego de la travesía me pareció el lugar más fantástico ideado para quedar a resguardo de las inclemencias del tiempo, nunca bien valorado, más allá de algún detalle decorativo en las casas de nuestra Mendoza.
Algunos meses después tomamos la decisión de mudarnos de allí por un par de razones: la escuela del barrio no tenia buenas calificaciones por el rendimiento escolar en general y la otra es que la gente que vivía debajo de nuestra casa gustaba de preparar habitualmente todo tipo de frituras y además, tenían la costumbre de colgar en el porche compartido la ropa interior.
El departamento que alquilamos era la parte superior de una casa de más de cien años. Fue partida en tres por un señor nativo de las Azores quien la remodeló para hacer tres viviendas para las familias de inmigrantes que recién llegaban. Triplicó sus ingresos, a cambio ofreció un espacio cálido y bien ubicado cerca del centro de la ciudad. A nuestra familia le tocó la independencia del piso de arriba al que se accedía por una empinada escalera.
Aquella noche, cuando regresé del supermercado miré la puerta al final de la escalera, sin detenerme a medir el peso, cargué con mi caja y subí a los tumbos apoyándome en las paredes para no caer, sacudiendo mis zapatos a cada peldaño para que la nieve quedara en el trayecto.
Mientras ordenábamos las cosas, con la sorpresa que nos daban las cosas nuevas, tratábamos de acertar con el contenido, más ayudados con la versión en francés de cada etiqueta que la del inglés. Yo no había pasado aún de “this is the pencil” que aprendí escuchando a Les Luthiers. Muchas veces las etiquetas, la forma del envase puede ser engañosa, recordamos con mi compañera cuando en Rio de Janeiro creímos estar agregando aceite a una comida y descubrimos que no puede hacer tanta espuma una olla hirviendo a menos que se le agregue detergente.
Al día siguiente empezamos a cambiar nuestras rutinas de comidas, no solamente el horario, tratando de cenar mucho antes de las 10 de la noche, arrancábamos el día con un sobrecito de Quaker instantáneo de muy buen aroma cuya etiqueta dice “avoine aux pommes et canelle” y que gracias a que uno hizo parte de la escuela secundaria con francés como una de las materias obligatorias, sabe que es avena con manzana y canela.
Imperceptiblemente nos fuimos acomodando a las exigencias que el medio nos presentaba a cada paso, salir a la calle con la panza llena y acostarse temprano para aprovechar la luz solar al máximo sirven como muestra de una vida que empezaba a ser diferente.
Toronto, 14 de enero de 2021
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